Juan Luis Ruiz-Gimenez es un tipo elegante

En el aprendizaje personal y profesional, en la educación sentimental y en la educación laboral que hemos tenido desde pequeños aparecen alrededor un número de personas imprescindibles. Los tiempos y los espacios a veces modifican, alargan, acortan o hacen desaparecer y aparecer nuevas relaciones, pero de alguna forma, como en un juego de transparencias y superposiciones todas conforman un panóptico y todas ellas consolidarán instantes en esta estancia efímera y bella, eternamente provisional, que nos viene tocando vivir.
Una de las mayores satisfacciones que he tenido desde mi época de residente hasta ahora ha sido la oportunidad de trabajar de cerca con gente increíble. Mis compañeras de residencia, los compañeros míticos de urgencias e interna, en primaria o en proyecto o en salud pública. Compañeros en los diferentes puestos de trabajo.
Un hecho que me conforta es saber que he aprendido y aprendo mucho de “mis mayores” y que ya llevo bastante tiempo aprendiendo de “mis pequeños” (ya no tan pequeños). Y que el grado de sorpresa, de preguntarse cosas, de aprender-aprehender-enseñar sigue vivo. Con algo más de escepticismo, con más canas, pero vigente. Saber que, mirando hacia arriba o hacia abajo, todo está lleno de grandes maestras y maestros. Un ejercicio de gratitud que tendríamos que hacer a diario.
Cuando llegué al Programa de Actividades Comunitarias en Atención Primaria de la semFYC allá por el 2007 me pasó algo parecido al encontrarme con un montón de grandes profesionales que trabajaban en el ámbito de la salud comunitaria. El recuerdo de una tarde sentado tomando con una cerveza con Mario Soler se ha quedado grabado en mi educación sentimental/laboral. Mario, otro de los grandes, me contaba parte de la historia de la comunitaria en este país. Y yo recibía, entusiasmado, una especie de sobredosis de conocimiento y de orgullo de nombres, personas, trabajo. Gente pionera e histórica trabajando en este país. No sólo por una sanidad mejor. Trabajando por una sociedad mejor.
Juan Luis Ruiz-Gimenez es uno de ellos. Uno de esos pioneros. Un maestro en el sentido grande de la palabra, un artesano de lo cotidiano. Los hechos estrictamente académicos que sirven para considerar a Juan Luis como un gran profesional, de la atención primaria y de la salud comunitaria, son fáciles de averigurar buscando en la historia del PACAP nacional o de Madrid, en el movimiento asociativo madrileño o en la lucha desde la base, de la sanidad y de la sociedad. De todas formas son otros los hechos en los que me quiero centrar para explicar porqué tengo una foto de Juan Luis en mi mesilla.
Juan Luis tiene una generosidad enorme. La primera vez que lo escuché fue en Asturias. Debía ser allá por el 2002. Daba una conferencia en el congreso de residentes de MfyC. Al final de la conferencia Miguel Prieto me lo presentó y Juan Luis ya se había volcado en compartir información, materiales, documentos. Un dossier inmenso sobre el PACAP y sobre las experiencias de trabajo en Madrid. Compartía ficheros antes de la época del 2.0. Y sonreía vital. Decía que si ellos habían podido, o al menos lo habían intentado (seguís intentándolo amigu) en Asturias también se podría.
Cuando hace un par de años le hablé a Javier Padilla sobre Juan Luis no lo conocía. Pero sí conocía a su hija. Y me habló con profunda emoción del trabajo que desarrollaba Itizar Ruiz-Giménez. Probablemente mucho de los lectores de esta entrada tampoco conocerán a Juan Luis, pero sí estoy seguro que quizás conozcan a algún residente que ha rotado con él. Esto es patonogmónico en un buen maestro. Al final olvidarás el nombre del maestro pero recordarás su obra, en este caso la docencia, su trabajo o el trabajo de sus hijos o residentes. Supongo que la gente hable maravillas de tu hija debe ser muy gratificante. O que lo hagan de tus residentes. Juan Luis es zapatista antes de que llegaran los zapatistas. Si algún día se quita la máscara de subcomandante Marcos podría ser su cara, pero también podrían ser Marta, Enrique, Dani o Luis.
En este sentido Juan Luis tiene una habilidad excepcional para salirse de plano, para no llamar la atención, para pasar desapercibido. Impulsar, animar, comentar o sugerir, modificar o alentar pero siempre con una discreción exquisita. No le vamos a ver contando sus curriculums, traduciendo su hagiografía o enumerando sus trabajos de forma obscena e impúdica.
Apenas utiliza el yo.
Es un tipo digno. Tengo la certeza que para ser coherente consigo mismo pagó de su bolsillo desplazamientos y alojamientos, pero, al contrario de lo que hubiéramos hecho otros, no se puso un neón con una flecha en la cabeza señalándose o un link en la espalda para que se viera que el sí, amigos, yo sí cumplo códigos de conducta y vosotros no (y ahora suenan aplausos enlatados). Y realmente lo hizo no por un tema de dignidad sino por un sencillo tema de elegancia.
Porque Juan Luis es un tipo elegante.
Hay una anécdota que ocurrió en el encuentro del PACAP de Vitoria en abril del 2011. Algo muy simple, realmente anecdótico, pero desde que ocurrió aquella noche no he dejado de pensar en escribir este post.
Hacía mucho frío y nos habían llevado a dar una visita por el casco viejo de la ciudad, visitando las obras en la catedral. Juan Luis estaba en plena fase de un proceso que le tenía algo jodido y de un tratamiento que lo tenía algo achuchado. Paseamos por las calles. Un frío de cojones. Juan Luis no se quejaba. Había tenido dudas de poder acudir al encuentro, pero al final había hecho un esfuerzo. Estábamos allí mirando mientras nos explicaban a la Virgen Blanca. Yo pegaba saltitos idiotas con los pies como churros. Si yo hubiera tenido un par de mocos me hubiera saltado la visita fijo y si los mocos fueran cuatro quizás ni hubiera ido al encuentro. Y Juan Luis, mientras, elegante, con su visera y su bufanda, jodido por dentro, sin protestar, como si nada, como mucho bromeando sobre los catarritos que podríamos pillar.
Nos fuimos a picar algo. Un grupo de compañeros del encuentro ya había empezado con las tapas y nosotros nos sumamos. No quedaban demasiadas tapas porque ya casi estaban cerrando el bar. Cenamos y hablamos y hablamos. Fue un año muy rico para el PACAP. De la ración que compartía con Juan Luis, lo tenía a mi izquierda, quedaba sólo un trocito. Juan me acerca el plato y me ofrece el último pedazo. A la vez toma su pedazo de pan, pequeñito, el último también. Lo parte y me da la mitad. Y lo hace con un gesto distraído, banal, sin importancia, mientras sigue hablando, moviendo la mano, invitándome, como diciendo: “Venga amigo, come, que tienes frío, que tienes que alimentarte”. Con la naturalidad y la elegancia de quien está acostumbrado a ceder lo último, a compartir su pan. Con un gesto tan natural como si se tratase de tomar aire, parpadear o abrir las pupilas para ver el mundo mejor.
Si algún día puedo volver a ser mayor ruego a los dioses me dejen tener una mínima parte de la elegancia que tiene Juan Luis.  Contemporáneo.

 

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